Esta vez, para bucear

Regreso a Asia junto a mi hermano Fermín. Él es veterano en las cosas del submarinismo, yo lo soy en el continente. Juntos nos sumergiremos en las azules aguas del golfo de Tailandia, en la isla de Ko Tao. Un paraíso terrenal, dicen... y marino.

viernes, 3 de abril de 2015

Favor de Buda


Si llevásemos dos semanas de viaje no estaríamos más cansados, hediondos y con peor cara.

Y sin embargo son nada más y nada menos que cuarenta y seis horas las que llevamos fuera de casa. La fatiga física -que no anímica- se explica exclusivamente por tres factores: la falta de sueño, las mochilas y el calor.

En las dos noches de avión y los tres usos horarios que llevamos acumulados ya, sólo hemos cerrado los ojos unas siete horas en total.

De ahí que hoy, al transitar Bangkok en tuk tuk, diéramos más de una cabezada, empapados en el sudor pegajoso de las zonas tropicales y en la polución de una urbe de dieciséis millones de almas.

La visita exprés a la ciudad ha sido muy provechosa, pero los nueve kilos a la espalda y los cuarenta grados de temperatura han hecho que nuestros cuerpecillos, recién salidos del invierno, se resintieran. De hecho, la tardanza en desayunar, me ha convertido en un ser irritable e irreflexivo que azuzado por el hambre, ha comprado a un vendedor ambulante una piña que estaba ya pelada. Cuando he regresado con el botín junto a mi hermano, este me ha recordado una de las reglas de oro del viajero que siempre cumplo a rajatabla: no comer nunca fruta que no pelas tú. Así que se la he regalado al chófer del tuk tuk y he mantenido mi ayuno un buen rato más.



No obstante, hemos mantenido el humor al cruzar el río Chao Praya, un lodazal infecto, aún más sucio que nuestras camisetas, para visitar el gran templo budista de Wat Arun, que estaba en restauración.

Después de trasegar unos noodles con pollo y filantro, nos hemos adentrado en el Palacio Real, engalanado para el cumpleaños de la princesa. Era mediodía y el termómetro reventaba a la sombra, así que hemos optado por cobijarnos en una pagoda chiquita y allí nos hemos quedado literalmente fritos.

He despertado después de malsoñar con tormentas de arena y budas risueños y con la sensación de estar ardiendo vivo. Y es que la sombra bajo la que yacía se había esfumado y el sol de Indochina no daba tregua.

La visita al palacio ha sido sumamente interesante, con sus enormes templos de vistosos colores y espejos engarzados. A las puertas de la residencia real, hacían guardia en posición de firmes sufridos soldados en uniforme colonial que aguantaban estoicamente a los miles de turistas chinos -miles, con miles de paraguas, miles de gritillos estridentes y miles de palos de selfie- que se retrataban junto a ellos.



Para terminar la visita de "cosas para ver", nos hemos acercado al monumental Buda recostado que descansa tras las murallas del palacio.

Al filo de las cinco de la tarde, y después de patear lo que no está escrito, ya sólo nos mantenía en pie la esperanza del mar azul y cristalino de Ko Tao, así que hemos optado por dirigirnos a la calle Khao San Road, conocida por su ambiente mochilero y donde está la agencia de autobuses que nos llevará al sur del país para tomar el ferry a la isla.



Total, el bus salía a las nueve de la noche, teníamos tiempo de dar un paseo, tomar algo y descansar después de tanto trajín.
Por pura curiosidad nos hemos pasado por la oficina y allí nos hemos encontrado con una sorpresa inesperada: resulta que por exceso de demanda, la compañía había decidido cambiar la hora de partida y adelantarla dos horas. Así que sólo los que primeros lleguen a la oficina tendrán sitio en el autobús. Y esos hemos sido nosotros dos.

Quizás ha sido Buda, siempre sonriente, el que nos ha echado un capote al vernos sudar la gota gorda con el petate a cuestas, sólo para ver su colosal ombligo.



De momento tenemos los billetes, números 7 y 8, así que, si todo va bien, mañana de madrugada estaremos cruzando el mar del sur de China rumbo a la isla de Ko Tao. Pero sobre todo, navegaremos rumbo a una ducha y una cama.



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